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RECETASDELAABUELA/MAYRA DESDE SU COCINA

Literatura a la carta

Literatura a la carta

Susadny González Rodríguez

 

La cocina ha estado presente en todos los acontecimientos que moldean la historia. Su trascendencia se refleja en las diversas expresiones de una etnia, un grupo social o un país. Por eso, su evolución nos ofrece una sugerente mirada al itinerario de la humanidad.

 

Nuestra posición estratégica nos hizo crucero de los pueblos y también de sus cocinas. En consecuencia, la culinaria cubana es una fusión donde confluyen deliciosamente mezcladas, cultura e historia. Tal mestizaje nos permite presumir hoy de una cocina con acento propio. Su fama no solo se valida en competencias internacionales o en la huella dejada en la memoria de quienes nos visitaron. Los más afrodisíacos sabores del paladar han quedado asentados en lo mejor de la literatura cubana como veraces cuadros costumbristas de nuestra identidad nacional. 

 

 En Espejo de Paciencia, el monumento más antiguo de la literatura en la isla, le sirven al obispo Fray Juan de las Cabezas y Altamirano lo que hoy se tiene como aperitivo en el arte del buen comer. De forma enumerada este poema-épico alude entre sus octavas a frutas como la guanábana, gegiras, caimitos, mameyes y piñas.

 

El canto a la naturaleza autóctona fue el tono y el tema primado de la poesía inaugurada por Zequeira en su Oda a la piña, así como en la Silva cubana de Manuel Justo de Rubalcava.

 

En principio, los conquistadores hallaron la cocina aborigen respaldada por la agricultura y la pesca. Con La Habana como centro del imperio comercial español arribaron las comunidades de portugueses, ingleses y alemanes, que dejaron su marca en la cocina criolla en formación. Ya en los primeros tiempos los esclavos dieron su aporte con la malanga, el ñame, y otros alimentos imprescindibles todavía.

Desde las colonias llegó la cocina americana. Acogimos con beneplácito la papa, el tomate, el pavo, los frijoles, y la más prestigiosa de nuestras ensaladas: el aguacate, al que Andrés Bello dedicó un poema.

Así, la narrativa antillana tiene memorables páginas para “chuparse los dedos”, — como diría el buen cubano cuando satisface el paladar— y no solamente por la excelente factura que le han impreso autores al arte de contar, sino por haber traslado al papel, con exquisita originalidad, un acto tan creativo como el de cocinar.

 

Los potajes, en todas sus variedades, no quedan exentos del menú cotidiano en la mesa servida por disímiles escritores. Al lector se le hace la boca agua con la descripción del ajiaco a la marinera que le prepara Josefina a Mario Conde en Pasado perfecto (1991), perteneciente a la tetralogía Las cuatro estaciones, de Leonardo Padura.

 

Misteriosa combinación de pescado con viandas que según ella «es el padre de los ajiacos y le saca ventaja a la olla podrida, al potpourri francés, al minestrone italiano, a la cazuela chilena, al sancocho dominicano y, por supuesto, al borsch eslavo, que casi no cuenta en esta competencia de sabores latinos».

 

El ajiaco es el equivalente de la olla española, pues en el lejano siglo XVI significó el encuentro del cocido español con las viandas cubanas. La Condesa de Merlín recuerda en sus memorias (1844) que el día de su regreso a La Habana tras una larga estancia en Europa, su acaudalada familia quiso agasajarla con los más exquisitos manjares franceses y que ella los rechazó a cambio de “un simple ajiaco”.

 

La escritora norteamericana Julia Howe lo menciona en su libro Viaje a Cuba (1860). Durante su estancia en Matanzas anota: «la novedad de un plato de la campiña cubana se llama “ayacco” y es característico como la sopa de anguilas en Hamburgo o el bacalao salado en Boston».

 

No son menos famosos los frijoles de Josefina. Esos que «están quedando dormiditos» y que mantienen al Conde con los ojos enfebrecidos. O los «frijoles con media libra de picadillo» que ella misma anuncia en Máscaras, como menú exquisito en su “Bandeja Paisa”.

 

En 1847 se asentaron en la isla los primeros culíes, en sustitución de la trata de esclavos africanos. De esta forma entró la cocina china a los relucientes hogares burgueses, tradición mantenida todavía con el mítico Barrio Chino.

 

Una costumbre muy cubana fue la de tomar sopa china luego de un ajetreado día de brega o de juerga. En El Ford azul, cuento de Lisandro Otero, Antonio culmina una tensa jornada conspirativa contra el gobierno de Batista, degustando al anochecer una sopa china con mucho pan, en una de las fondas del Mercado Único de La Habana.

 

Y si de guarniciones se habla, presente está el cereal básico del cubano. Por muchos que sean los platos a la mesa, sentimos que “no hemos comido” si no probamos el arroz.

 

Entre los diferentes arroces uno de los abanderados de la cocina cubana es sin dudas el arroz con pollo. En la novela Juan Criollo el protagonista, quien hacía de mesero en la casa del amante de su madre, anunciaba como un heraldo su entrada triunfante en el comedor, cual si fuese el plato nacional.

 

Soler Puig narra en El pan dormido los caprichos de Remedios que «no quiere que se haga en la casa arroz con pollo los domingos, porque dice que el arroz con pollo es el plato de todo el mundo los domingos y que ella le pierde el gusto al arroz con pollo sabiendo que todo el mundo al tiempo en Santiago come arroz con pollo».

 

Pintorescos personajes nos hacen sucumbir ante el deleite de un plato tan cubanísimo como el tasajo. Tal vez, este represente el origen de la idolatría casi fetichista de nosotros por las carnes rojas.

 

Proviene de la cocina afrocubana que es uno de nuestros grandes afluentes. El tasajo fue el plato básico en la dieta de los esclavos. Sin embargo, conquistó todos los gustos sociales hasta instalarse en la opulenta mesa de la oligarquía criolla.

 

La literatura nacional lo recoge entre sus páginas, aunque con otro nombre. Cirilo Villaverde hace mención a la “ropa vieja” en su Cecilia Valdés, cumbre de la narrativa del siglo XIX. Y Carlos Loveira en su novela Juan Criollo, le reservó la muerte a Don Roberto precisamente por una copiosa ingestión de “ropa vieja”.

 

Los vestigios del rústico inventario aborigen relacionado con la alimentación se extendieron hasta la actualidad. De estas ceremonias la que más trascendió fue su peculiar forma de asar, la llamada “barbacoa”. Ha sido atesorada hasta la fecha, en especial por el campesino, como la forma más llamativa de asar las carnes. De ella derivó el asado norteamericano o “barbecue”. Nada menos que al presidente George Washington le cupo el honor de asar durante su presidencia la primera barbacoa en los Estados Unidos.

 

Y a ese atractivo rito, intercalamos los fritos heredados de la cocina española. Aunque la huella hispana moldeó nuestra culinaria, desde la manigua los mambises contribuyeron a hermanar clases y razas a la vez que se ligaban con los gustos campesinos, tal como refiere Cintio Vitier.

 

Juan Izquierdo el cocinero mulato de la casa del coronel José Eugenio Cemí, de la novela Paradiso da fe de ello cuando dice: «la arrogancia de la cocina española y la voluptuosidad y las sorpresas de la cubana, que parece española, pero que se rebela en 1868», al iniciarse la Guerra de los Diez Años.

 

 El cafetal azul, novela inédita de Julio Rosas, precisa en uno de los fragmentos publicado en 1897, cómo la naturaleza dio al soldado mambí la posibilidad de saciar su sed y su hambre en días aciagos.

 

«Las palmas nos darán su palmito, que se come salcochado y en ensaladas y en dulce; las cenizas de la palma de caña nos ofrecerán sal de espuma… Tenemos clavo, culantro sabanero, orégano francés y cúrbana o canela silvestre, para condimentar las comidas; y para sazonarlas, la naranja agria cuando no hay sal. Tenemos bija, que suple el azafrán, para colorear los manjares. Tenemos para aplacar la sed… además del bejuco de parra o sea parra cimarrona, ese refrigerio del extraviado caminante, y el agua siempre fresca que se deposita en los curujeyes de hojas anchas. Nos servirá de pan el coime, también silvestre, de sabor dulce…».

 

Precisamente en ese monstruo de la narrativa que es Paradiso se describe una de las cenas más llevadas y traídas de toda la literatura nacional, que incluye el famoso soufflé de mariscos, ofrecido por Doña Augusta.

 

«El segundo plato consiste en un soufflé de mariscos ornado en la superficie por una cuadrilla de langostinos, dispuestos en coro, unidos por parejas, distribuyendo sus pinzas el humo brotante de la masa apretada como un coral blanco... Conforman el soufflé una pasta de camarones gigantomas, el pescado llamado emperador, que Augusta emplea para mitigar el cansancio que provoca la reiteración del pargo, y langostas que muestran el asombro cárdeno con que sus carapachos recibieron la interrogación de la linterna que les quemó los ojos saltones».

 

El intelectual Lisandro Otero recrea en su novela La situación (1963) el mejor grill-room habanero de los años 50. En ese restaurante conocido como El Carmelo, sitúa a Luis Dasca, el protagonista que devora con placer un plato tan internacional como la langosta “Thermidor”. Menú que además, deviene el manjar favorito del mayor capo que tuvo la mafia cubana.

Meyer Lansky —quien además gozó del servicio exclusivo del mago de las salsas, Gilberto Smith— solía decir: «yo he probado la langosta “Thermidor” en muchas partes y ninguna sabía como esta».

 

También en La Habana de los 50 se recrea la historia de Son de Almendras. Su autora, Mayra Montero, reúne a matones, bailarinas y chefs en un ambiente de corrupción donde resalta como figura central el aludido Lansky, al cual solía vérsele en el Boris, donde «la comida era buena:el pollo hervido, las bolitas de pescado seco y la sopa kreplaj».

 

No menos ostentosos parecen «los bistecs de puerco empanizados, bien tostados y sin embargo jugosos» que prepara Josefina en Pasado Perfecto. Platos basados en recetas hiperbolizadas de Nitza Villapol.

 

De esa maravilla que son los postres cubanos está igualmente dotada la literatura. Inolvidables manjares que responden a la adicción remota del cubano por los dulces. Algunas crónicas dan cuenta que ya en el siglo XVI el manjar blanco se hacía presente en la mesa criolla. Precisamente un plato como ese, enmascarado de una dosis pertinente de arsénico le que causó la muerte, en 1579, a Francisco de Carreño, gobernador general de la Isla.

 

En una ocasión Don Roberto sorprende a Juan Criollo embobado frente a la vidriera de dulces del café Europa, en la calle Obispo, y adquiere para él matagallegos y piononos, que era un dulce de panetela y crema, cilíndrico, llamado también Pío IX. Loveira hace referencia además a los sándwiches de dulce de pasta de guayaba, y al típico pan con timba, tan popular en la actualidad.

 

Cirilo Villaverde en Cecilia Valdés habla de las yemas azucaradas que se degustan al final de un sarao en una casa de bailes. De la natilla se habla en Paradiso. Doña Augusta, mantiene el orgullo de “dulcera” y se siente irrebatible en lo que a almíbares y a pastas se refiere. En las páginas iniciales de la novela, Augusta y su hija Rialta conversan sobre la repostería cubana y aluden a las yemas dobles y a la natilla, «no como las que se comen hoy, que parecen de fonda, sino de las que tienen algo de flan, algo de pudín». Y no falta tampoco el delicioso dulce de coco rallado con queso en Pasado Perfecto.

 

Los postres cubanos deslumbraron a Fanny Erskine Inglis, Marquesa de Calderón de la Barca. Tras su paso por La Habana en 1839 es invitada a una cena y advierte en su testimonio: «los dulces eran de todas las descripciones inimaginables…» Para finalmente concluir que aquí «el postre resulta una curiosidad por lo variado y numeroso».   

 

Si bien es cierto que el cubano precisa de una golosina para rematar la comida, también es real que una cena que se respete trae incluido como colofón ese componente esencial de nuestra cotidianidad: el café. Negro y humeante, el clásico buchito siempre está presente. Su aroma invade la casa.

 

No puede precisarse el momento en que se convirtió en hábito en la Isla. En Cuba fueron los galos los precursores de este cultivo, que en la opinión de Graziella Pogolotti se integra a una cultura de la resistencia. Bebida arraigada y profundamente expresa en todo lo cubano, pasó también a la literatura como una forma de reafirmación identitaria.

 

La narrativa antillana es una suerte de mesa literaria a la carta. En cada uno de los platos sacados a relucir en sus páginas está el gusto del cubano por la buena mesa, y también el sueño por la buena comida. Esa que ha logrado trascender las fronteras del imaginario popular para instalarse en la memoria de quienes desearían, por un instante, encarnar al mítico Cemí para degustar la sazón de Doña Augusta. 

 

 

 

 

 

 

 

1 comentario

Groylan Pereira -

Saludos, quiero contactar si es posible vía email a la creadora de este blog. Gracias.