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RECETASDELAABUELA/MAYRA DESDE SU COCINA

Recetas de la abuela

Recetas de la abuela

La buena mesa también es cubana

 

Están comenzando a hervir las cazuelas y el aroma del perejil le dará aún más animación a la comida. José Lezama Lima

 

Ajiaco es una voz cubana que quiere decir, metafóricamente, cualquier cosa revuelta de muchas diferencias confundidas. Es un plato en el que las carnes más variadas se mezclan con vegetales y hortalizas. Para algunos es el equivalente de la olla española, y tal vez tengan razón pues el ajiaco fue en un comienzo, allá en el lejano siglo XVI, el encuentro del cocido español con las viandas cubanas. Todavía en el siglo XIX la olla cubana o ajiaco incluía los garbanzos entre sus ingredientes. Mas un buen día se suprimieron los garbanzos y ahí mismo la cocina comenzó a ser cubana.

            No fue un hecho casual. El cambio de gusto acompañó a la afirmación de la nacionalidad. Entonces beber café tinto y comer arroz blanco con frijoles negros era una manera que los cubanos tenían de distinguirse de los españoles., quienes preferían el chocolate, los garbanzos y la paella. Y ya desde  entonces, para los cubanos, el amor entraba por la cocina.

Muy poco quedó de la dieta de los aborígenes de la Isla, exterminados en masa en pocas décadas. En la noche de los tiempos se perdió su forma de preparar la iguana, plato que fue también muy recurrido por los primeros colonizadores españoles. La jicotea o tortuga cubana estaba entre sus preferencias, y el casabe parece haber sido su plato básico. Era una suerte de pan; una torta circular y delgada hecha de la raíz de la yuca agria rallada y a la que se le extraía el zumo venenoso. Los aborígenes le llamaban casabí y pasó a la dieta colonial y aún hoy se elabora sobre todo en regiones de la porción oriental de la Isla, en las que es muy gustado.

   Los grandes afluentes de la cocina cubana son la española y la africana. A ellas se sumarían con el tiempo, pero con menos fuerza, elementos de las cocinas árabe, china, italiana y caribeña.  Lo norteamericano, más que en la cocina en sí, influirá en el empleo de algunos productos y en un estilo de comer.

            Los cocineros europeos fueron excepcionales durante la Colonia. La cocina cubana comienza a diferenciarse de la española cuando el esclavo doméstico asumió a cocina de los amos. Fue el criado negro –o chino- quien en lo esencial dio el toque de diferencia entre ambas, afirmaba la dietista Nitza Villapol, que estudió como pocos estos temas.

            Por la vía de esclavos y criados negros se instalaron en el paladar cubano  platos como el bacalao, el arroz con pollo, el tasajo, el fufú de plátano y esas dos glorias de la culinaria nacional que son el congrí y el arroz moro.  También el arroz blanco como cereal básico y plato esencial para combinar con otros alimentos. El arroz mojado con el guiso es una característica de la cocina cubana. En la mayor parte de las casas el arroz se sirve en las dos comidas y, por muchos que sean los platos a la mesa, el cubano siente que “no ha comido” si no comió arroz.

            La preferencia por los dulces es otra de las constantes del paladar cubano; gusto este que impuso, y de qué forma, la industria azucarera.  También lo frito, al extremo que Nitza Villapol aseveraba que “cualquier comida que esté frita es cubana”.

 Recuerda María de las Mercedes Santa Cruz y Montalvo, Condesa de Merlín,  en sus memorias (1844) que el día de su regreso a La Habana tras una larga estancia en Europa, su familia, una de las más acaudaladas de la Isla entonces, quiso agasajarla con los más exquisitos manjares franceses y que ella los rechazó a cambio de “un simple ajiaco”. Otro viajero, el norteamericano Samuel Hazard, cuenta en su libro Cuba a pluma y lápiz (1870) que las familias cubanas comían tasajo cuando no tenían extranjeros sentados a su mesa.

 La predilección del cubano por las carnes queda anotada en las Cartas habaneras (1821) de Francis R. Jamesson, primer cónsul británico en la capital cubana. Buen ejemplo de esa preferencia lo ofrece Cirilo Villaverde en su novela Cecilia Valdés (1882) una de las cumbres de la narrativa nacional. En ella, al describir un almuerzo de la opulenta familia Gamboa, enumera los platos que lo conformaban: carne de vaca, carne de puerco frita, carne guisada, carne estofada, picadillo de ternera servido en una torta de casabe mojado, pollo asado relumbrante en manteca y ajo, huevos fritos casi anegados en salsa de tomate, arroz, plátano maduro frito en luengas y melosas tajadas, ensaladas de berro y lechuga y, para rematar, sendas tazas de café con leche para cada uno los comensales.

La  norteamericana Julia Howe en su Viaje a Cuba (1860) apunta “la desordenada profusión de manjares” de la mesa cubana, y el escritor gallego Jacinto Salas y Quiroga comenta en 1839: “Casas hay numerosas en que a diario se sirve la mesa como si debiera servir para un eterno festín”.  No se piense en la mesa buffet, sin embargo.  En su libro Un artista en Cuba, escribe Walter Goodman, pintor inglés que vivió aquí entre 1864 y 1869, que cada plato se presentaba por separado, por lo que a veces había más de catorce fuentes en la mesa.

SEÑAS DE IDENTIDAD

Cuba tiene una cocina con acento propio, rica y variada. Su cocina regional es también digna de tomarse en cuenta. Más que los platos en sí, lo cubano en la cocina es la sazón y la forma de elaborar y presentar los alimentos.

Así, por cocina cubana se entenderá no solo aquellos platos típicos, sino cualquier comida que se adapte a la idiosincrasia y al paladar cubano.  En resumen, que haya sido marinada, cocida y presentada a la cubana. Entonces cualquier plato de la cocina internacional se transforma para adquirir una connotación que lo empareja con los llamados criollos o tradicionales.

Un plato tan internacional como la langota a la indiana se “cubaniza” si se utiliza ajo en su elaboración y se le disminuye el curry, en tanto que la langosta termidor “cubanizada” lleva todos los ingredientes que caracterizan a ese plato, y además ajo, ají guaguao, tomillo y mostaza, que le dan sabor y olor diferentes. La paella criolla sustituye el arroz tipo Valencia por el de grano largo.

El cubano prefiere el zumo de naranja agria para marinar las carnes rojas, y el limón para el pollo, los pescados y los mariscos. Elemento indispensable para el adobo son la pimienta molida, otras especias secas y algunas yerbas aromáticas. También el ajo, el tomate, el ají, la cebolla… Se trata de una cocina que abusa poco del picante y en la que la salsa no mata nunca el sabor auténtico del plato. Es una comida que la población, por lo general, degusta muy hecha –incluso los pescados- y que muestra poco aprecio por las verduras y los frutos del mar.  Es rica en féculas y evidencia una idolatría casi fetichista por las carnes rojas.

            El patrón alimentario del cubano incluye el arroz, como cereal básico,  un guiso de frijoles, algún alimento frito y un dulce. La variedad la da el cambio en el color del frijol.   El desayuno es casi siempre frugal.

            Una cena típica nuestra no dejaría fuera al congrí –guiso de arroz blanco con frijoles colorados- y las masas de cerdo fritas, suaves y fragantes; platos que se acompañarían con otro de la deliciosa yuca salcochada y aderezada con un mojo de naranja agria y ajo, y con un platillo de plátanos verdes fritos y aplastados a puñetazos –los llamados tostones o tachinos o patacones, como se les conoce en otras latitudes.

            Tan cubana como esa cena podría ser otra que incluya el arroz moro –o moros con cristianos- y que no es más que arroz blanco y frijoles negros guisados juntos, y el picadillo a la habanera. Este plato, tan recurrido, no es más que carne molida bien condimentada con laurel, cebolla, ajo, pimentón, tomate, orégano, pimienta, aceitunas y pasas, y a la que se le pone encima, cabalgándola, si se desea,  un huevo frito y se adorna con pimientos morrones.

Con el maíz tierno molido se hace el tamal en forma de guiso –se le llama aquí “en cazuela”- o envuelto en las hojas de la propia mazorca. Su elaboración es todo un arte e involucra, comúnmente, a más de un miembro de la familia.

La ropa vieja sobresale asimismo entre los platos emblemáticos cubanos. Villaverde la menciona en su Cecilia Valdés, y lo hace también Carlos Loveira en su novela Juan Criollo (1928). Ideal para combinar con un buen guiso de frijoles negros, al igual que la carne asada, que se marina con zumo de naranja agria, sal pimentada, orégano, comino y laurel.

LOS POSTRES

            El 24 de septiembre de 1528, mediante una Real Cédula, el emperador Carlos V ordenaba a las autoridades coloniales de la Isla de Cuba que favorecieran y ayudaran a un tal Francisco de Soto “en todo lo que buenamente hubiera lugar”. Soto era un repostero famoso y de postín, un hombre que como dulcero sirvió a la reina Isabel la Católica y al rey Felipe el Hermoso, abuela y padre de emperador, y aunque es de suponer que no vino a Cuba a hacer dulces, sino a enriquecerse con las mercedes de tierra y las encomiendas de indios, es bueno pensar  que contribuyera a fomentar la tradición de la repostería criolla.

 

            Los dulces cubanos deslumbraron a Fanny Erskine Inglis,   Marquesa de Calderón de la Barca. Corre el año de 1839 y a su paso por La Habana es invitada a una cena y advierte en su testimonio “que colocaron sobre la mesa… inmensos floreros y candelabros de alabastro, así como centenares de platos de dulces y de frutas; los dulces eran de todas las descripciones inimaginables…” Concluye la Marquesa que aquí “el postre resulta una curiosidad por lo variado y numeroso”.

            En su libro De bandera a bandera (1889) Eliza McHatton-Ripley, una norteamericana avecindada en La Habana, alude a los dulceros, aquellos vendedores ambulantes que “traían pequeños cuencos y tazas de confituras, conservas de guayaba y mango, coco rallado cocido con azúcar y un delicioso flan de leche de coco, además de otras preparaciones de frutas”.

            Al igual que las frutas, algunas viandas son muy utilizadas en la repostería cubana. Con boniato y yuca  se prepara esa delicia de delicias que son los buñuelos. Se cocinan la yuca y el boniato  en agua hirviendo y sin que se ablanden demasiado. Se muelen entonces y se amasan con huevo batido, anís, sal y harina. Se toma esa masa por porciones, se da a esas porciones forma de número 8 y se fríen en aceite caliente y se bañan los buñuelos con una buena almíbar en el momento de servirlos…

            La boca se hace agua.

ESTE LIBRO

De la mejor cocina cubana de siempre  hay numerosos ejemplos en las páginas de este libro. Se enriquece con no pocas recetas de platos emblemáticos de la cocina americana.

 Son recetas que siguen el modo de hacer tradicional de la cocina casera; recetas de familia que se trasmitieron  de una generación a otra. Su autora, Mayra Gómez Fariñas, aprendió a cocinar viendo como lo hacían sus mayores, que a su vez lo habían aprendido de los suyos, y con el tiempo perfeccionó los platos que aprendió a elaborar y los adaptó a una práctica más actual, aunque siga extrañando las  comidas a la brasa en  el viejo fogón de carbón de la casa de la abuela: lenta cocción que  extraía de los platos un sabor que ya se perdió para siempre.

 Mayra sigue viendo la cocina como parte del ritual de la proverbial hospitalidad cubana. Ella se siente  realizada  cuando el visitante entrecierra los ojos para preguntar, entre suspiros, qué es ese olor delicioso que sale de la cocina. Puede que sea la natilla de calabaza de su tía o el pollo  Bianchi. No importa.  Para ella, la cocina es el amor y el gusto de hacerla  para que otros la disfruten. Nada supera el placer estético que le proporciona una mesa bien servida y la satisfacción espiritual de la armonía que, con olvido del tiempo, puede lograrse en torno a ella.   Sin amor y gusto, a su juicio, no se logrará jamás una buena comida. Y de cuanto amor y gusto pone Mayra en cada uno de los platos que elabora, puede dar fe el autor de este prólogo, convencido como está de que, en nuestro caso,  el amor entró también por la cocina.

 

Santa Amalia, marzo, 2012

Ciro Bianchi Ross

 

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